miércoles, 3 de mayo de 2017

DE DEFENDER A LA MUJER A PEDIR LA MUERTE DEL HOMBRE


Feminismo, el viaje de Woodhull a FEMEN

Muchas de las primeras feministas apenas reconocerían a sus sucesoras actuales. Ni el odio a los hombres, ni el marxismo, ni el lesbianismo formaban parte de su bagaje político; menos aún el aborto, que repudiaban con verdadero celo.

Muchos se preguntan la razón de las subvenciones de los gobiernos de Occidente a las organizaciones feministas, ya que esto parece implicar un reconocimiento de su utilidad social y, de paso, les concede una posición de centralidad en la sociedad, reforzando el discurso de que se trata de las legítimas organizaciones en defensa de la mujer.  Pero, como muchos sospechan, sucede todo lo contrario: En el ámbito feminista, abundan las organizaciones ideologizadas que utilizan a las mujeres para unos fines que nada tienen que ver con el bienestar de estas. De hecho, el feminismo se ha visto teñido de una ideología extremista de izquierdas desde hace no más de cincuenta años.

¿Cómo eran las primeras feministas?
Muchas de las primeras feministas apenas reconocerían a sus sucesoras actuales. Ni el odio a los hombres, ni el marxismo, ni el lesbianismo formaban parte de su bagage político; menos aún el aborto, que repudiaban con verdadero celo.

Así Victoria Woodhull, la primera mujer norteamericana en ser candidata a la presidencia de su país, corredora de bolsa en Nueva York, activista de los derechos políticos femeninos y partidaria del amor libre –o de lo que en la segunda mitad del siglo XIX se entendía como tal-, abominaba del aborto, del que escribió que “las esposas se quedan deliberadamente embarazadas, pero luego, para evitar ser madres, los matan con igual deliberación cuando aún están en su seno. ¿Puede haber algo más inmoral que esto? Somos conscientes de que muchas mujeres intentan excusarse a sí mismas de abortar, alegando que no es un asesinato. Pero el hecho de que recurran a un argumento tan débil sólo muestra con mayor evidencia que son plenamente conscientes de la enormidad del crimen…”

No fue, ni mucho menos, la única. Maddie H. Brinckerhoff no tenía dudas de que la vida humana comenzaba con la concepción –perogrullada hoy, sin embargo, cuestionada-, y Elizabeth Blackwell, la primera mujer médico de los Estados Unidos, escribió duras palabras contra la “brutal perversión y destrucción de la maternidad” que representaba el aborto. Susan B. Anthony, una de las principales sufragistas norteamericanas, escribía sobre las mujeres que abortaban estas duras palabras: “no importa cuál sea el motivo, si el apego a una vida cómoda o el deseo de evitar sufrimientos al inocente no nacido, la mujer que comete el crimen es terriblemente culpable. Pesará sobre su conciencia toda la vida, amargará su alma hasta la muerte.” En lo que se conoce como primero ola del feminismo, este permaneció en una defensa del igualitarismo y de reivindicación de los derechos femeninos, ajena a la ideologización característica de épocas posteriores.

Segunda ola del feminismo: la contaminación
La segunda ola feminista arranca en los años sesenta del siglo pasado y abarca esta década y las dos siguientes. Está impregnada de marxismo cultural, y es, de hecho, una consecuencia de este. El feminismo se intelectualiza, y formula paradigmas propios que le conducen a incorporar temas hasta entonces ausentes del debate social: la sexualidad, la vida privada, la destrucción de la familia y los llamados “derechos reproductivos”.

Se publican la obra clásica de Simone de Beauvoir: El segundo sexo –que se convierte en una especie de biblia del movimiento-, Política Sexual de Kate MilletLa dialéctica del sexo de Shulamith Firestone y La mística de la feminidad de Betty Friedan. Es el comienzo del feminismo radical, inserto en la izquierda contracultural de su tiempo, con el objetivo de reivindicar el aborto y la contracepción. 

La clave es entender que las relaciones entre el hombre y la mujer son relaciones políticas. De modo que este feminismo mantuvo una relación hasta cierto punto ambivalente acerca de la integración de la mujer en las estructuras laborales capitalistas, lo que le separó de la izquierda clásica; y no solo por eso, sino también porque los partidos y sindicatos izquierdistas, incluso los marxistas, eran organizaciones “patriarcales” dirigidas por varones y, por tanto, tan rechazables como el resto de organizaciones del sistema. Además, las reivindicaciones de la izquierda no recogieron la temática específicamente feminista hasta después del sesenta y ocho. En general, la izquierda clásica consideraba que los problemas de la mujer serían resueltos en la sociedad socialista y no exigían una especificidad.

A partir de los años sesenta, el feminismo consideró que las relaciones privadas entre hombres y mujeres son relaciones de poder, en las que los papeles están claramente definidos. Es una trasposición de la original idea marxista -inicialmente concebida con un carácter esencialmente económico pero que, apenas unas décadas después de la muerte de Marx, se hizo aplicable a otros ámbitos de la vida política-. Así, con el paso del tiempo se ha ido extendiendo a las relaciones entre sexos, a las relaciones entre los adultos y los niños e incluso, en los últimos años, a las relaciones entre personas y animales.

Para Millet, quizá quien con mayor profundidad subraya la dimensión social de las relaciones entre sexos, la cuestión está clara: es en el ámbito privado donde se cuecen las relaciones de poder que constituyen la infraestructura del resto de relaciones de dominación. Lo que sucede en el seno de la familia tiene unas consecuencias sociales que, de soslayarse, perpetuarán la situación de predominio masculino, esto es, el patriarcado (en esencia, un sistema de dominación sexual). Será entonces cuando se acuñe la definición de que “lo privado es también político”: no cabe una imagen tan prístina de la filosofía totalitaria.

Ante la evidencia de que el “patriarcado” es universal, Millet asegurará que todos los varones, aunque en distinta medida, serían beneficiarios de este sistema, razón que explicaría esa aceptación universal por parte de los hombres. Sin embargo, el dominio del varón tendrá un punto flaco: la subordinación de los jóvenes a los adultos, que permitirá una alianza de las mujeres con los niños.

En lógica consecuencia, Política Sexual nos describe las relaciones heterosexuales como las propias del patriarcado, que para preservar su hegemonía levantará prohibiciones como la homosexualidad, la pedofilia o el incesto. La heterosexualidad será solo una parte de la dominación del varón. Sin embargo, el feminismo insistirá en que “puede existir tanto una relación erótica entre un hombre y un niño como entre una niña y una mujer mayor”, en lo que denominará “relaciones intergeneracionales no explotadoras”. La familia, como creación heteropatriarcal, solo favorece al varón, por lo que el objetivo es su destrucción.  
El radicalismo de la concepción feminista considera que para cuestionar el heteropatriarcado hay que liberar al sexo de los límites represivos impuestos por aquel. Y, en consecuencia, el siguiente paso debe darse en la dirección del incesto, en palabras de Millet: “Siempre me he preguntado por el poder del tabú del incesto, porque al mismo tiempo que la sexualidad de los niños y de los adultos alcanza más y más libertades, la proximidad de miembros de la familia le hace a uno experimentar y desafiar este tabú. El tabú del incesto ha sido siempre una de las piedras angulares del pensamiento patriarcal. Hemos de proclamar la emancipación de los niños…” 

Será Millet quien asiente la idea de que la identidad femenina o masculina no están determinadas biológicamente, sino que son una construcción cultural que se aprende. Aunque no es una idea exclusivamente suya –Simone de Beauvoir defendió que “la mujer no nace, se hace”- encontró un amplio eco. 

Aceptando esta teoría de que los desempeños sexuales son construcciones artificiales, Germaine Greer insistió en que el control de natalidad, sobre todo en los países del Tercer Mundo, era parte de una estrategia heteropatriarcal, ya que impide una valoración de la mujer en su medio. Bastante sorprendentemente, Greer terminaría afirmando que la liberación de la mujer consiste en asumir la maternidad en lugar de lanzarse a una enloquecida búsqueda del placer. 

El feminismo de la posmodernidad
Millet había planteado que la coincidencia entre la dimensión biológica y la identidad sexual era una estrategia del heteropatriarcado. A partir de ese momento, ya estaba sembrada la semilla de lo que sería el feminismo de los años noventa y hasta el día de hoy. 

El feminismo de nuestro tiempo no solo es producto, sino también causa, de la forma  cultural posmoderna. La afirmación de que el género no era más que una construcción social fue la base de la teoría queer, hoy en parte adoptada por la mayoría de las legislaciones occidentales; no hay más que una naturaleza sexual humana, y las distintas versiones de esa sexualidad son solo aspectos particulares de esa sexualidad más general, siendo todas las manifestaciones sexuales anomalías (lo que incluye, desde luego, la heterosexualidad). No en vano, la teoría queer procede del mundo LGTBI.
De acuerdo a sus afirmaciones más básicas, no existiría una identidad sexual como algo constante, sino actividades sexuales de distintos tipos: no habría personas heterosexuales, homosexuales, transexuales o bisexuales, sino actos de naturaleza variable que pueden clasificarse de ese mismo modo. Por tanto, pueden clasificarse los actos, pero no las personas. 

En relación con el feminismo, es cierto que la teoría está más cerca de los grupos LGTB. De hecho, en el feminismo siempre ha sido materia de debate la cuestión del lesbianismo. Mientras una parte del movimiento feminista lleva su odio hacia los hombres hasta el punto de rechazarlos incluso para el sexo -adoptando un lesbianismo ideológico-, otra parte acusa al feminismo lesbiano de rechazar a los hombres pero de adoptar unos papeles sexuales y personales que reproducían las más estereotipadas relaciones entre hombres y mujeres. 

Establecido que no hay sexualidad natural que determine a las personas, sino atribución de papeles sociales, es fácil colegir que no existe un solo tipo de mujer, por lo que las ideas del feminismo de los sesenta-ochenta serían erróneas; el feminismo ahora asume una visión plenamente ideológica que incluye el ecofeminismo, la transexualidad y el antirracismo.

Esta deriva ha suscitado críticas muy acerbas. La visión del feminismo posmoderno, gestado en lo que fue conocido como “las guerras feministas por el sexo”, derivó en una ruptura del paradigma anterior, algo que también tiene sus censores. El resultado es la creación de un feminismo que ha alimentado un odio irracional por el varón y que ha adoptado un aire de fanatismo insólito. 

Frente a esta actitud, una destacada militante del feminismo norteamericano, Christina Hoff Sommers, ha criticado la ruta del feminismo actual que ha terminado forjando el llamado “feminismo de género”, presidido por lo que ha calificado de una  "hostilidad irracional hacia los hombres". Sommers considera que el feminismo de género es una construcción política para obtener ventajas sobre los hombres en la sociedad a través de una pretendida “lucha contra el patriarcado”.

La gravedad de la situación radica en que los gobiernos han asumido la agenda del feminismo radical -de un feminismo al que incluso los sectores más razonables de este consideran desquiciado y extremista-, y lo han hecho de forma acrítica, por motivos de corrección política. Los gobiernos no han tenido empecho alguno en propiciar la ruptura de una larga tradición jurídica, basamento del derecho occidental, al negar la presunción de inocencia y la igualdad ante la ley. 

Todo ello es el resultado de una ausencia de convicciones que les ha llevado a la adopción de una ideología difícilmente sostenible desde la racionalidad. El amedrentamiento de los gobiernos es un hecho incuestionable que ha producido una identificación con extrañas y retorcidas doctrinas que utilizan a la mujer para alcanzar una serie de fines ideológicos. 

Hoy, el feminismo es una ideología. Una ideología basada en una falsificación antropológica engendrada por el marxismo cultural, ante la que los gobiernos de todo signo, en el mundo occidental, parecen hechizados. 

Fernando Paz /Gta., Febrero 2017 

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