El matrimonio gay como síntoma
Hace tiempo, no me atrevería a decir cuánto, dos ideas de matrimonio compiten en nuestra sociedad: una que lo entiende centrado en los hijos, y otra que lo ve esencialmente como un contrato entre adultos.
Al primero de estos conceptos, más tradicional, pertenecen características como la solemnidad de la boda, la estabilidad, y la prohibición de contraerlo entre parientes. A la segunda escuela acerca del matrimonio, moderna, corresponden las bodas fastuosas, las relaciones abiertas, el divorcio exprés y sin causa y, obviamente el mal llamado “matrimonio gay”.
Entre estas dos tendencias, es indudable que el matrimonio gay es una gran victoria simbólica a favor de la idea moderna de matrimonio. Es más, me atrevería a decir que es la victoria definitiva, pues en una relación homosexual los hijos no figuran por ningún lado. La infertilidad no es un defecto ni una opción buscada, sino un elemento esencial.
Es cierto que ni el matrimonio y ni la sociedad colapsan cuando se instaura el matrimonio gay. Siendo los homosexuales entre un 1 y 2 por ciento de la población, y muchos menos los que se “casan”, los efectos inmediatos y directos de esas leyes son mínimos.
Sin embargo, no hemos perdido el tiempo al hablar sobre la importancia del matrimonio natural en este blog. Es un deber denunciar toda ley inmoral y absurda, incluso si sus efectos no son perceptibles en el día a día. Las leyes de matrimonio gay, además de ser una inmorales y absurdas, tiene un enorme efecto simbólico.
“¿Y qué importa?” podrían decirnos “¿No es lo normal que la sociedad cambie? ¿Que sus instituciones se modernicen?”
La cuestión es que no todo cambio es para mejor. Cuando se trata del matrimonio hay que ser especialmente cuidadoso, porque esos cambios afectan a la familia y a través de ella a toda la sociedad. En ese contexto, la propagación del matrimonio gay en nuestros países es un síntoma grave del lamentable estado del matrimonio y la familia en Occidente.
No es coincidencia que estas leyes surjan cuando ya nadie se casa, es cada vez más fácil divorciarse, la filiación ilegítima es la regla general y las tasas de natalidad hace mucho tiempo se mantienen bajo niveles de reemplazo. Simplemente es un paso más en la dirección en que caminamos hace mucho tiempo.
Nuestra oposición al matrimonio gay no surge de la homofobia, ni de querer defender la tradición por la tradición. De verdad creemos que la familia es importante para la sociedad en su conjunto, y parte esencial de ello es un matrimonio fuerte.
Cuando el matrimonio se convierte en asunto solo de adultos, descubrimos que ya no existe una institución social potente y prestigiosa centrada en el cuidado de los niños. Entonces no hay quien se ocupe de educar a los futuros ciudadanos, se propaga la rebeldía y la delincuencia, aumentan la represión y las cárceles. Yo lo veo cada día en las cortes criminales, donde tras el 90% de los delincuentes condenados hay proyectos de familia fracasados. El matrimonio gay no es la causa de nada de esto, ni siquiera su efecto principal, es apenas un síntoma más.
Tanto o más grave resulta constatar que nuestros líderes no ven un problema aquí. Todo lo que tenga que ver con la familia es un asunto de “conservadores”, y muchos menos están preocupados de hacer algo al respecto. La derecha cree que podrá contener a las hordas de futuros delincuentes encarcelándoles, y la izquierda espera que las ayudas estatales hagan que dejen de saquear. Ninguno de los dos ve que la baja de la natalidad sea un problema.
El fin del camino que recorremos es evidente: la decadencia y extinción de la civilización occidental por simple envejecimiento de sus miembros.
Las leyes de matrimonio gay son apenas un clavo más en el ataúd de Occidente, un doloroso recordatorio de que nos importa más tolerar la libertad ajena, que dejar nacer y educar a nuestros hijos.
Pato Acevedo, el 25.07.17 a las 7:19 PM
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